Día 22

Desde hace algunos años, escucho de un antiguo relato que habla de un árabe que viajaba con su camello a través del desierto. Al anochecer, el hombre levantó su tienda, amarró al camello y se fue a dormir.

Cuando el frío se hizo más intenso, el camello metió su cabeza en la cama: —Maestro —susurró—. ¿Podría meter mi nariz dentro de la cama? Hace mucho frío afuera.

—¡Por supuesto! —respondió el hombre.

Al poco rato, el camello nuevamente, asomó la cabeza dentro de la cama. —Disculpe, mi amo, pero el frío es ahora más intenso. ¿Podría meter toda la cabeza?

El hombre aceptó a regañadientes. Nuevamente el camello lo importunó:

—Mi amo, si no introduzco mis patas delanteras, mañana no podré hacer el viaje.

—Está bien —respondió el hombre de mala gana—. ¡Pero no más que eso!

Dice el relato que el camello no molestó más por esa noche. Claro, no había razón para molestar. Cuando amaneció, el animal estaba dentro de la cama, y el hombre estaba afuera.

Esta historia también me recuerda a la vieja leyenda del hombre que vendió su casa a un matrimonio, pero que pidió como favor que le permitiesen colgar, de vez en cuando, su saco en un clavo que había en la propiedad. El matrimonio accedió. Pasaron los días y el hombre iba a la casa al mediodía, en la noche, madrugada, siempre pidiendo permiso para pasar y colgar su saco en el clavo, hasta que la pareja, ya enfadada, le entregó su saco y le pidió no volver más, fue entonces cuando el hombre les recordó que el clavo era de él, que eso no había sido vendido.

¿Qué tienen de similares estas historias? ¿Hay algo que nos está robando espacio, que perturba nuestra paz? ¿Qué pueden ser ese inofensivo camello y ese pequeño clavito? Tal vez, ¿malas amistades, vicios, chismes, mentiras, envidia? ¿Aún hay algo que no has entregado al Señor de todo corazón?

No permitas que el enemigo haga morada en ti; él es un mentiroso, un engañador que busca destruirnos y alejarnos de la presencia del Señor. Elimina hoy todo obstáculo, toda nariz de camello o clavito de salón; acude a tu Señor y pide perdón por dejar este espacio reservado para los deseos de la carne, la maldad. Dios no rechaza un corazón arrepentido.

“Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. 1 Juan 1:9

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