Día 10

Mateo 6:1 “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy”.

La primera vez que se menciona la palabra «pan» en la Biblia, es tras la sentencia de la justicia divina que dictó Genesis 3:19 “con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás”.

El fracaso del hombre, su infidelidad, su desobediencia, habían traído como consecuencia el hambre y la sed. Hambre que no sería saciada fácilmente, hambre infinita, pues luego de trabajar (con el sudor de su frente) para poder saciar su apetito, al cabo de unas horas volverían a tener hambre.

Esa hambre maldita iba a organizar toda la vida del hombre alrededor suyo, su tiempo, el lugar en donde vivirían, a qué se dedicarían… todo iba a girar en torno al hambre.

Pero la cosa no terminaría ahí, esa hambre no sólo se limitaría a la barriga, les dejaría un deseo insaciable de quién sabe qué, una hambre que le saldría desde lo más profundo del alma.

Con este panorama vivimos hasta la llegada del Salvador, Jesucristo, quien, sabiendo todas las cosas, un día, enseñándonos a orar dijo: “el pan de cada día, dánoslo hoy”. En otras palabras, aquel pan arrebatado en el huerto del Edén, que nos sea dado cada día…

¡Por fin! Pensaron muchos, ya no tendremos que trabajar “con el sudor de nuestra frente” para saciar nuestro estómago, ¡nos caerá del cielo! o “el Señor nos ayudará cada día a conseguir los alimentos que necesitamos” como interpretan otros actualmente.

Sin embargo, el Señor Jesús nos aclara: «Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás».

Jesús es el pan arrebatado en el Edén, pero que se nos da gratuitamente. Jesús es la promesa de nuestra restauración y nuestro triunfo, Jesús es el cumplimiento de la ley y el motivo de la gracia.

En Jesús es saciada nuestra hambre de amor, de sabiduría, de paz… En Él saciamos nuestra sed de verdad, de conocimiento y de justicia.

El nos exhorta a pedir al padre ese pan cada día, nos invita a llenarnos, fortalecernos cada día con su palabra sazonada por el Espíritu Santo, la cual nos dará los nutrientes necesarios para estar firmes ante las pruebas, e inmunes ante la enfermedad del pecado.

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